
Siendo yo poco más que una niña, conocí a una mujer que marcaría mi vida para siempre. Entonces mis padres regentaban el único hotel del pueblo donde vivíamos, aunque, en realidad, no recibíamos muchos inquilinos y vivíamos más bien del restaurante que de alquilar habitaciones. Sin embargo, un día de finales de mayo llegó al pueblo una dama muy hermosa y elegante, que alquiló nuestra mejor habitación por el plazo de un mes e insistió en pagar la cuenta por adelantado.
Aquella mujer decía llamarse Rosa Márquez, aparentaba unos treinta años y, además de guapa, era muy agradable en su trato personal. Sin embargo, se mostraba sumamente reservada en lo tocante a su vida personal: nunca llegamos a saber de dónde procedía ni para qué había venido al pueblo, aunque en algún momento insinuó que se había sentido atraída por la belleza de nuestros paisajes.
Tampoco se le conocía ningún oficio, pero era evidentemente una mujer muy rica. Además, mostraba una amplia cultura, tanto en su conversación como en su biblioteca personal, que ocupaba casi todas las estanterías del cuarto. Como en aquella época yo por las tardes, tras realizar mis tareas escolares, ayudaba a mis padres en la limpieza de las habitaciones, tuve muchas oportunidades de entrar en el cuarto de Rosa y entablar conversación con ella. Fue para mí un motivo de alegría, e incluso de orgullo, que una señorita de su clase social no tuviera reparo en conversar amigablemente con una humilde chica pueblerina como yo. Siguiendo su costumbre, no me hacía la menor confidencia sobre su pasado, pero hablaba conmigo de toda clase de temas y, cuando advertía que mi nivel cultural no me permitía sostener la conversación, me regalaba uno de sus libros para que me ilustrara.
Pero a mí lo que más me fascinaba de ella era su fascinante belleza. Yo nunca había tenido, ni he vuelto a tener desde entonces, inclinaciones lésbicas y, de hecho, me gustaba un chico del pueblo, pero creo que llegué a estar verdaderamente enamorada de Rosa y hasta tuve sueños eróticos con ella. Si podía ejercer tal influencia sobre mí, resulta fácil imaginar cuánto la desearían los hombres. Sin embargo, en el pueblo no despertaba muchas simpatías. La gente más conservadora, especialmente el cura (un anciano puritano e intransigente llamado don Fermín), se sentía afrentada por la ropa provocativa que solía vestir y, sobre todo, por su público desprecio a la religión católica. Cuando alguien le propuso visitar la famosa iglesia barroca de la villa, aunque solo fuera como turista, ella sonrió y dijo con un tono despectivo: “Nunca entro en una iglesia. Soy demasiado atea para ir a misa y respeto demasiado a Cristo para apreciar la belleza de lo que Él hubiera llamado una cueva de ladrones”. De algún modo, estas palabras (o una versión exagerada de las mismas) llegó a los oídos de don Fermín, quien desde entonces no solo le juró odio eterno, sino que empezó a divulgar siniestros rumores sobre ella. En uno de sus sermones la acusó, sin nombrarla directamente, de ser una servidora de Satanás, una bruja… Entonces pocos le hicieron caso, pero poco después, coincidiendo con la Noche de San Juan, sucedió algo que desencadenaría los acontecimientos.
Aquella noche yo fui a celebrar una fiesta nocturna a la discoteca del pueblo, en compañía de mi amiga Elvira. La idea era pasar toda la noche juntas, pero me disgusté con Elvira cuando la vi coqueteando con Daniel, el chico que me gustaba. Recuerdo que nos enfadamos mucho y que, como ya no estábamos de humor para fiestas, nos fuimos de la discoteca, cada una por su lado. Pero Elvira nunca llegaría a su casa: a la mañana siguiente se encontró su cadáver al borde de un camino rural. Alguien le había cortado el cuello de una cuchillada y había usado su propia sangre para dibujarle sobre la frente una cruz invertida. Como no la habían violado ni le habían quitado el poco dinero que llevaba, parecía claro que aquello había sido un crimen ritual de inspiración satánica. En cuanto a mí, había llegado al hotel hacia la medianoche, varias horas antes de que encontraran el cuerpo de Elvira. Como dormía en el piso superior, subí las escaleras en silencio, para no despertar a nadie, y cuando pasé frente al cuarto de Rosa vi que este se hallaba vacío y con la puerta entreabierta. Primero pensé que quizás había salido para disfrutar de la fiesta, pero, guiada por una curiosidad irresistible, entré en el cuarto y vi algo que parecía desmentir esa hipótesis: se había dejado su bolso sobre la mesilla de noche, cosa que una chica no suele hacer cuando sale de fiesta. Ello me sugirió una idea turbadora y, aunque luché con todas mis fuerzas contra aquella idea (pues quería sinceramente a Rosa), no conseguí expulsarla de mi mente.
Al día siguiente, ya descubierto el cadáver de Elvira, hubo una fuerte agitación en el pueblo. Don Fermín fue a ver a los padres de mi amiga, teóricamente para ofrecerles consuelo, pero lo que hizo en realidad fue insinuar graves sospechas sobre la participación de Rosa en el crimen. Una vez sembrada una semilla de odio en las almas de aquellos sencillos granjeros, el cura pasó por el hotel y preguntó, como quien no quiere la cosa, si Rosa había pasado la noche en el hotel o si había salido para disfrutar del San Juan. Mi madre, ingenuamente, le contestó que había pasado toda la noche fuera y que aún no había regresado, pero que ignoraba adónde había ido. El cura se fue con una sonrisa maligna en los labios: aquello era todo lo que necesitaba para acabar de convencer a los padres de Elvira. Poco después, un grupo de hombres armados, dirigidos por don Fermín y por el padre de Elvira, irrumpieron en el hotel y dijeron que no se irían de allí hasta que volviera Rosa, con quien, según dijeron, “tenían que hablar muy seriamente”.
Para impedir que alguien avisara a la policía, encerraron a todas las personas que encontraron (mis padres, la cocinera y un par de clientes) en la despensa, tras arrebatarles sus móviles. Luego subieron al cuarto de Rosa para registrarlo y encontraron en su bolso algo fuera de lugar: unas tijeras muy afiladas, que muy bien pudieron haber sido utilizadas para degollar a Elvira. Sin necesidad de más pruebas, el cura y los demás se quedaron allí, esperando a Rosa para matarla cuando volviera al hotel. Pero ellos ignoraban que yo estaba en el piso de arriba, repasando para un examen. Cuando oí sus voces, adiviné lo que pretendían y, como tenía el número del móvil de Rosa, intenté llamarla para avisarla del peligro que corría (ello me pareció más útil que llamar a la policía, pues el comisario, que era sobrino de don Fermín, no me inspiraba mucha confianza). Por desgracia, Rosa se había dejado el móvil en su cuarto, de modo que no solo no pude avisarla, sino que mi llamada sirvió para que sus enemigos fueran conscientes de mi presencia.
Antes de que pudiera hacer nada, dos de aquellos hombres subieron a mi cuarto y, tras arrebatarme el móvil, me dejaron atada y amordazada sobre mi cama. Apenas unos minutos después, me llegó de las escaleras el inconfundible sonido que hacía Rosa al caminar con sus zapatos de tacón afilado. Intenté gritar para avisarla, pero la mordaza me lo impidió.
A continuación oí unos gritos de dolor y angustia procedentes de su cuarto… pero, para mi sorpresa, quien emitía aquellos gritos no era ella, sino sus presuntos agresores. Poco después, el griterío se extinguió para siempre y fue sustituido por el silencio, solo roto por los pasos de Rosa, que ahora estaba subiendo a mi cuarto. Entró sonriendo, con sus hermosos labios manchados de sangre ajena, y acarició suavemente mis mejillas con sus manos suaves como el terciopelo, mientras me decía con voz serena:
-Sí, Ana, el pobre de don Fermín tenía razón: soy una bruja y pasé la Noche de San Juan en el bosque, adorando al Príncipe de las Tinieblas, como es tradición entre nosotras. Esos desdichados imbéciles ya lo han comprobado, pero no podrán contárselo a nadie. En cuanto a ti, te perdono la vida, pues siempre me han gustado las niñas guapas y, cada vez que sueñas conmigo, yo también sueño contigo. Pero te doy un consejo: la próxima vez que mates a alguien, no escondas el arma en el bolso de una bruja.