
La muñeca permaneció durante mucho tiempo sola y olvidada en un cuarto vacío, hasta que finalmente los dueños de la casa decidieron deshacerse de ella, pues solo servía para resucitar recuerdos tristes. Arrancaron de su vestido una vieja tarjeta de felicitación, donde aún podía leerse “para Ana, feliz cumpleaños”, y se la dieron a un vecino pobre, que vivía de vender objetos de segunda mano en los mercadillos callejeros. Por aquellas mismas fechas, un hombre andaba buscando regalos de Navidad para sus dos hijas. A Elvira, la mayor, le regaló un Smartphone, pero a la pequeña Sofía le compró una muñeca que encontró en un puesto del mercadillo.
Ni él mismo podría explicar por qué eligió aquella vieja muñeca de segunda mano en vez de una nueva. Quizás fue porque aquel día caía una ligera lluvia sobre la ciudad y las gotas de agua que resbalaban sobre las mejillas de la muñeca le hicieron pensar en lágrimas, como si aquel pobre juguete lamentara su soledad. Fuera como fuera, Sofía aceptó encantada aquella muñeca, a la cual, con candor infantil, le adjudicó rápidamente un nombre de persona: Ana. Cuando sus padres le preguntaron por qué había escogido aquel nombre, Sofía, muy seria, les respondió que no lo había escogido ella, sino que la misma muñeca le había susurrado, cuando estaban las dos solas, que aquel era su verdadero nombre. Y añadió que “Ana” no solo le había revelado su nombre, sino que además le había contado muchas cosas, “de cuando ella no era una muñeca, sino una niña como yo”. Los padres sonrieron y no dijeron nada, pues sabían que Sofía tenía mucha imaginación y que era mejor seguirle la corriente.
En cambio, Elvira (que tenía once años y, por tanto, ya se consideraba “mayor”) no dejaba de burlarse de su hermanita por “hablar con muñecas”, lo cual dio lugar a no pocas discusiones encarnizadas entre ambas niñas, a menudo acompañadas de mutuo lanzamiento de prendas de vestir y otras muestras de hostilidad, que los sufridos padres debían detener con serias reprimendas para ambas contendientes. La madre llegó a sugerirle a su marido que sería mejor deshacerse de “Ana” para que Sofía dejara de imaginar “cosas raras”, pero a él le pareció una idea demasiado cruel y se limitó a encogerse de hombros, sin decir nada definitivo al respecto. Una tarde, mientras sus padres estaban fuera, las niñas se quedaron solas en casa, Sofía jugando (y quizás “conversando”) con “Ana” en su cuarto y Elvira escuchando música en el suyo. Entonces un desconocido entró en la casa, forzando la puerta sin que nadie se enterara. Entró primero en el cuarto de Sofía, la amordazó antes de que pudiera gritar y la dejó atada sobre su cama, al lado de su muñeca. Luego entró en el cuarto de Elvira, que era su verdadero objetivo. Por culpa de la música, la muchacha no se había enterado de nada, así que el intruso la cogió por sorpresa. Tras atarla y amordazarla, la arrojó sobre su cama e intentó violarla, pero entonces se oyeron gritos pidiendo auxilio, procedentes del cuarto de Sofía.
El hombre, asustado, huyó de la casa, pero no tardó en ser atrapado y entregado a la policía por unos vecinos que habían oído los gritos. Luego se supo que se trataba de un peligroso maníaco sexual, buscado por las autoridades desde la violación y el asesinato de una niña llamada Ana Ochoa, que había tenido lugar varios años antes, el mismo día que la víctima cumplía años. Lo que no se supo nunca fue quién había gritado, pues, cuando entraron los vecinos en la casa para liberar a las niñas, Sofía seguía atada y amordazada, tal como la había dejado el intruso. Cuando la soltaron, la niña dijo que había sido su muñeca Ana la que había gritado, pero, por supuesto, nadie le hizo caso. Como aquello ya era demasiado, el padre, muy a su pesar, decidió que había que deshacerse de la muñeca para que la niña no acabara realmente trastornada. Un día, mientras Sofía estaba en el colegio, él agarró la muñeca y la tiró en un vertedero lejano. Aquel día cayó una lluvia torrencial sobre la ciudad y se formó una riada, que se llevó la muñeca al olvido. Antes de que esta desapareciera para siempre, unas gotas de lluvia, o quizás lágrimas, se derramaron sobre sus mejillas de trapo, pero allí no había nadie para verlas.