El Hombre que Leía a Poe

Había aceptado con resignación y casi sin amargura la ruina de mi carrera profesional a causa de sus delaciones, pero, cuando me enteré del suicidio de Berenice, juré que mi venganza sería terrible. 	¡Berenice! Muerta ella, sólo el castigo de los infames que la habían llevado a la tumba podría darle a mi vida algo que se pareciera (aunque no lo fuera) a un sentido.	 	Sería demasiado largo contar cómo ella, una niña de trece años, bella e inocente como un hada, y yo, su profesor de Literatura, calvo y cuaren

Había aceptado con resignación y casi sin amargura la ruina de mi carrera profesional a causa de sus delaciones, pero, cuando me enteré del suicidio de Berenice, juré que mi venganza sería terrible. ¡Berenice! Muerta ella, sólo el castigo de los infames que la habían llevado a la tumba podría darle a mi vida algo que se pareciera (aunque no lo fuera) a un sentido. Sería demasiado largo contar cómo ella, una niña de trece años, bella e inocente como un hada, y yo, su profesor de Literatura, calvo y cuarentón, acabamos sumergidos en los abismos de un amor tan culpable como irresistible.

Pero así fue. Quedábamos los sábados por la tarde en un hotel de las afueras, muy alejado de nuestro barrio y donde sabíamos que nadie nos haría preguntas. Nuestros encuentros furtivos eran necesariamente fugaces, pero las pocas horas que compartíamos en la penumbra de una alcoba mercenaria constituían lo más parecido a la felicidad que había en nuestras vidas. Nos citábamos a través de E-mails, que eran borrados inmediatamente después de su recepción. No nos atrevíamos a ir juntos. Aunque en aquella zona no nos conocía nadie, hubiera sido demasiado arriesgado dejar que nos vieran. Yo era siempre el primero en llegar. Iba en coche, pero siempre lo aparcaba a cierta distancia del hotel, por si acaso.

Pagaba por adelantado, añadiendo al precio de la habitación generosas propinas para el personal del hotel, y la esperaba en el cuarto convenido. Ella les decía a sus padres que había quedado con sus amigas para preparar algún examen real o imaginario, daba toda clase de rodeos y nunca hacía exactamente la misma ruta, pero siempre acababa llegando, con aquella tímida sonrisa angelical dibujada en su rostro de ninfa. Entonces empezaba el juego del amor. Nunca nos atrevimos a consumar nuestra relación, por temor a que un fallo del preservativo trajera consecuencias irreparables, pero compensábamos esta carencia improvisando nuestros juegos con la más sensual y ardiente de las fantasías. Ella era una gran actriz (formaba parte del grupo de teatro del instituto), y en nuestros juegos no faltaban los disfraces ni el recitado, o incluso la representación dramática, de textos literarios. A veces ella hacía el papel de princesa medieval, y yo podía ser el pirata berberisco que la raptaba, o el caballero cristiano que la rescataba y recibía un apasionado beso como recompensa de su valentía. Otras veces ella era la hechicera que seducía al mismísimo inquisidor encargado de torturarla, o la niña ingenua, vestida de Primera Comunión, que perdía su inocencia en manos del cura que la confesaba. Una vez representamos la historia de “Ligeia”, según el cuento de mi querido Poe.

Ella, artificialmente pálida y ojerosa, era la amada que volvía del Más Allá para reencontrarse con su amante, y yo el alucinado testigo de su resurrección. Aunque, eso sí, el desenlace de nuestra representación era mucho más “caliente” que el del cuento original. Pero nuestra historia de amor clandestino también encontró su propio desenlace. Clara, la presunta mejor amiga de Berenice, empezó a olisquear algo, nunca llegué a saber por qué, y un sábado siguió a Berenice hasta el hotel, montada en la moto de su novio y con el rostro completamente oculto por el casco.

Tres semanas más tarde, cuando tuvo lugar nuestra siguiente cita, Clara, acompañada por Lucía y Eva (otras dos “amigas” de Berenice), grabó en su móvil a Berenice saliendo del hotel. Pocos minutos después, grabó también mi propia salida. Ni Berenice ni yo nos enteramos de nada. Cuando volví a presentarme en el hotel, había dos policías de paisano esperándome. Y con ellos, temblando de rabia, se hallaba el padre de Berenice. Aún no me había recobrado de la sorpresa cuando la propia Berenice, ajena a todo, apareció en el vestíbulo del hotel. Su padre le dio un brutal manotazo en el rostro antes de que ella fuera consciente de lo que pasaba. Yo intenté protegerla, pero los policías me sujetaron. Estábamos atrapados. Hubiera sido inútil negar los hechos. No sólo tenían las grabaciones de Clara, sino también los E-mails que habíamos borrado, y que la policía había conseguido recuperar mediante un programa especial manejado por sus informáticos. Aunque no tardé en conseguir la libertad provisional, fui expulsado sin remedio de la docencia y condenado al más absoluto de los ostracismos. Pero mucho peor que todo eso fue ser separado de mi amada para siempre. 

Los padres de Berenice la sacaron del instituto y la encerraron en casa, con la intención de mantenerla prisionera en su propio cuarto hasta que encontrasen algún internado adonde enviarla. Pero Berenice nunca iría a ningún internado. Le bastó un pequeño trozo de cristal para teñir las sábanas de su cama con el rojo de sus venas. Los hematomas que aparecieron en su cadáver fueron explicados por los forenses como el resultado de autolesiones previas al suicidio, pero conociendo a su padre yo nunca me creí ese dictamen. Sin duda, el progenitor de Berenice era un hombre demasiado influyente y temible como para que nadie, ni mucho menos su esposa, se atreviera a acusarlo de maltrato. Incluso los policías y el recepcionista que lo habían visto golpeando a Berenice en el hotel negaron haber presenciado ninguna agresión.

Mientras la desesperación y la ira me carcomían el alma, empecé a tramar los pormenores de mi venganza. Recordé que cuando la zorra de Clara era mi alumna, un día le había mandado leer en clase un relato de Poe (“El gato negro”, concretamente) y la muy imbécil me había dicho que le había parecido un cuento “más aburrido que una misa”. Decidí que no sólo debía vengar la muerte de mi pobre Berenice, sino también el honor de mi querido Edgar. Y de paso realizaría una tarea didáctica, la última de mi vida: les demostraría a Clara, Lucía y Eva que las situaciones narradas en los cuentos de Poe podían ser cualquier cosa menos “aburridas”. 

Ahora, mientras escribo estas líneas, la venganza ya ha sido consumada. Clara está emparedada en el sótano de una casa abandonada, con la cabeza hendida por un hachazo. Y, por eso de los detalles, antes de tapiar la pared donde reposa su cuerpo tuve el buen gusto de colocar sobre sus cabellos ensangrentados el cuerpo de un gran gato negro, al que yo mismo había estrangulado y arrancado un ojo. El cadáver de Lucía está atado boca arriba sobre uno de los potros que hay en el pabellón del instituto. Hube de emplear una vulgar sierra para partir su cuerpo en dos, pues no pude hallar nada semejante a un péndulo gigante. Pero ya se sabe que a veces la estética debe ser sacrificada en beneficio de la eficacia. 

En cuanto a Eva, puede que ahora aún esté viva, aunque no por mucho tiempo. La introduje, bajo los efectos de una poderosa anestesia, en una caja de madera y la enterré en un descampado cualquiera, a varios kilómetros de la casa más cercana. Dado que los horrores de un entierro prematuro consciente me parecieron demasiado terribles incluso para una infame como ella, le suministré suficiente droga como para mantenerla sin conocimiento hasta que la asfixia acabe con su vida. Muertas (y no precisamente de aburrimiento) las tres delatoras, le tocó el turno al padre de Berenice. A él le reservé el máximo castigo, la Ultima Tule del horror: lo arrojé, vivo y atado, a un pozo infestado de ratas hambrientas. Ahora sólo me falta ir esta misma noche al cementerio donde reposa Berenice para hacer dos cosas indispensables. La primera será desenterrar su querido cuerpo, para consumar con su cadáver el amor que, en mi inútil cobardía, nunca me atreví a llevar a sus últimas consecuencias mientras mi pobre princesa estuvo viva. Y la segunda será darle uso a un pequeño frasco de cianuro que llevo en el bolsillo, pues sin mi propia inmolación Berenice no quedaría completamente vengada. A fin de cuentas, yo, al abusar de su inocencia, también fui uno de los infames que la llevaron a la muerte.

¿Te gusto? Te recomendamos...