
Sara tenía trece años y vivía con Rosa, su madre viuda, en una pequeña ciudad gallega. Un día, al volver del instituto, le dijo a su madre que un desconocido la había seguido durante un buen rato, como si estuviera buscando una oportunidad para abordarla. Se trataba de un hombre joven, de rostro pálido, pelo castaño y barba de dos días. Su aspecto desaliñado había asustado a Sara, quien había corrido para burlar a su presunto perseguidor. Últimamente se habían producido numerosos crímenes misteriosos en la ciudad, por lo que la desconfianza hacia los desconocidos estaba justificada y Rosa aprobó la conducta de su hija, aunque le dijo, con un tono tranquilizador:
-Tranquila, guapa, seguro que solo era un pobre que quería pedirte dinero. Pero de todas formas, será mejor que no salgas sola durante algún tiempo, ¿vale?
-Vale, mami. De todas formas, hoy tengo que quedarme en casa para estudiar.
Después de comer, Rosa salió de casa para ir al trabajo y, nada más cruzar la calle, se encontró con un joven que, por su aspecto, debía de ser el mismo individuo que había seguido a Sara aquella mañana. La atribulada madre quiso pedirle explicaciones, pero fue él quien le habló primero, con un tono mucho más agradable que su aspecto:
-Disculpe las molestias, pero tengo que decirle algo muy importante a su hija. Si pudiera verla…
-¡De eso nada! Nosotras no tenemos nada que ver con usted, así que, si no nos deja en paz, llamaré a la policía, ¿entendido?
El joven no dijo nada, pero, cuando Rosa se hubo alejado, murmuró para sí mismo:
-Pues no, tía, no voy a dejarte en paz. Y a tu hija tampoco.
Aquella tarde, mientras su madre estaba fuera, Sara se hallaba en su cuarto, intentando repasar apuntes de Historia. Desgraciadamente, no conseguía concentrarse, pues en alguna calle cercana había un perro que no paraba de aullar. Debía de ser un perro enorme, a juzgar por la fuerza de sus aullidos, que se oían en todo el barrio. Harta y aburrida, Sara murmuró:
-¡Jolín, tío, a ver si alguien te echa un hueso y te atragantas!
Tras proferir ese deseo tan poco caritativo, Sara se levantó de la silla y salió de su dormitorio para ir al cuarto de baño. Pero, nada más salir al corredor, un hombre con el rostro enmascarado la golpeó con fuerza en la cara y la muchacha cayó al suelo, medio aturdida y con sangre en los labios. Entonces se oyó el sonido –aún lejano, pero cada vez más próximo- de unas sirenas. Adivinando que se trataba de un coche de policía, Sara chilló pidiendo ayuda y el intruso, asustado, huyó de la casa a toda prisa, saltando por una ventana.
Rosa llegó a su casa poco después, presa de un gran nerviosismo, pues había recibido una llamada de la policía local, alertándola del ataque sufrido por su hija. Afortunadamente, Sara estaba bien, pues el golpe que había recibido solo le había producido un pequeño corte en la boca, aunque ciertamente se había llevado el mayor susto de su vida. Por desgracia, su agresor había conseguido burlar a los policías, quienes, por otra parte, habían hecho su oportuna aparición en el barrio por otro motivo completamente distinto. Un vecino los había llamado para decirles que había un perro grande rondando por allí (probablemente el mismo que había molestado a Sara con sus aullidos) y les había pedido que lo capturaran, porque podía ser un animal peligroso. Lo cierto es que el perro también había escapado, pero ya nadie pensaba en él. Sara no había podido ver la cara de su agresor, pero todo parecía indicar que se trataba del mismo joven que había intentado abordarla aquella mañana. De hecho, varios vecinos declararon haber visto a un joven de pelo castaño deambulando por el barrio poco antes del ataque. Por tanto, la policía dictó orden de arresto contra él, pero resultó imposible localizarlo.
Pocos días después, Sara recibió un whatsapp de su amiga Nerea, que la invitaba a pasar la tarde en su casa de campo. Sara aceptó y su madre la llevó en coche, pero, cuando llegaron a su destino, no había nadie para recibirlas. La puerta de la casa estaba cerrada y nadie contestó a sus llamadas. Rosa, sorprendida, le dijo a su hija:
-Quizás estén paseando por el bosque y se hayan dejado el teléfono móvil en casa. Vete a dar una vuelta por ahí, a ver si los encuentras, que yo me quedaré aquí esperando, ¿vale?
-Vale, mami, ya voy.
Sara se alejó de la casa y estuvo un buen rato caminando el bosque, sin hallar el menor rastro de su amiga ni de sus padres. De repente, el enmascarado surgió de la maleza y se arrojó sobre ella, atrapándola fácilmente. A continuación, la agarró por el cuello y empezó a apretar con fuerza, impidiéndole respirar. Sara, indefensa y aterrorizada, pensó que había llegado su última hora, pero, cuando ya estaba a punto de perder el conocimiento, un aullido lúgubre interrumpió el silencio del bosque. El enmascarado, asustado, aflojó involuntariamente la presión de sus manos sobre el cuello de Sara, quien aprovechó aquella oportunidad para liberarse y propinarles una patada a los genitales de su agresor. Este se dobló de dolor y Sara huyó a toda prisa, rumbo a la casa de Nerea.
Cuando llegó a la casa, vio que su madre tampoco estaba allí, lo cual le causó un nuevo susto. La llamó varias veces, pero no obtuvo respuesta. Sin embargo, creyó oír un gemido procedente del garaje. Sara fue a echar un vistazo y allí encontró a su madre, atada y amordazada, así como los cadáveres aún calientes de Nerea y sus padres. Entonces Sara comprendió que su enemigo le había tendido una trampa: había asesinado a Nerea para quitarle su móvil y había sido él quien le había enviado aquel whatsapp. Y había atrapado a su madre mientras ella estaba en el bosque. Sara sintió un principio de mareo, pero se sobrepuso y le dijo a la aterrorizada Rosa:
-Tranquila, mamá, te ayudaré a escapar.
-¿Y quién te ayudará a ti, pequeña estúpida?
Al escuchar estas palabras, Sara intentó reaccionar, pero ya era tarde. Una vez más estaba en manos del enmascarado, quien la agarró con fuerza y se la llevó al bosque, sin hacer caso de sus gritos ni de sus forcejeos. Una vez allí, la tiró al suelo y le dijo:
-Ahora no tienes escapatoria. Primero acabaré contigo y luego mataré a tu mami… ¡Disfrutaré de esta tarde como si fuera la última de mi vida!
-Tienes razón en una cosa: esta será la última tarde de tu vida.
El enmascarado se quedó paralizado por la sorpresa al oír aquellas palabras. Pero la que se quedó realmente pasmada fue Sara, cuando vio que quien acababa de hablar no era otro que el joven de pelo castaño. Siempre había dado por hecho que aquel joven y su agresor eran la misma persona, pero estaba equivocada. Tras reponerse del susto, el enmascarado extrajo una pistola automática del bolsillo y amenazó al recién llegado, quien al verla se limitó a sonreír con tristeza y a decir:
-Hasta ahora he hecho todo lo posible para evitar esto, pero veo que ya no me queda otra opción. Que Dios nos perdone a ambos.
Entonces, bajo la tenue luz crepuscular que se filtraba entre las ramas de los árboles, tuvo lugar una monstruosa transformación: en cuestión de segundos, el muchacho de pelo castaño desapareció y en su lugar apareció una bestia terrible, un enorme lobo negro de ojos ardientes y colmillos amarillentos. Una vez consumada la metamorfosis, el monstruo profirió un aullido largo y terrorífico, un aullido cuyo tono Sara reconoció: era la tercera vez que oía algo así. La muchacha, aunque estaba completamente aterrorizada, tuvo una súbita intuición: adivinó que aquel ser efectivamente llevaba varios días siguiéndola… pero no para hacerle daño, sino para protegerla. El perro que había atraído a la policía aullando en su calle, el aullido misterioso que la había ayudado a zafarse de su enemigo en la colina del bosque…
El enmascarado, completamente aterrorizado, disparó, pero los nervios le impidieron acertar y el lobo se arrojó sobre él. Sara se desvaneció de puro terror cuando el cuello del enmascarado se quebró con un chasquido entre las mandíbulas del monstruo.
Cuando se despertó ya era casi de noche. El lobo negro había desaparecido y de nuevo estaba allí aquel joven de pelo castaño. Sara, aún muy asustada y sin fuerzas para levantarse, ni casi para hablar, le suplicó:
-Por favor, no me hagas daño…
El joven sonrió con dulzura y le dijo, con una voz tan amable como melancólica:
-Tranquila, Sara, nunca he querido hacerte ningún daño.
-Pero… ¿quién… o qué… eres tú?
-Soy varias cosas: a veces un hombre solitario, a veces un lobo… y siempre un amigo de quienes se hallan en peligro. El otro día, cuando te encontré en la calle, sentí que la sombra del Diablo te seguía e intenté advertirte. Pero tu madre y tú malinterpretasteis mis intenciones, por lo que decidí vigilarte para protegerte. Procuré hacerlo de la forma más incruenta posible, pero finalmente tuve que matar a ese infeliz. Ahora la sombra que te perseguía ya ha desaparecido y debo marcharme.
Dicho esto, el joven se levantó y se dirigió hacia el bosque. Sara le dijo:
-¡Espera, por favor! Me has salvado la vida y ni siquiera sé cómo te llamas.
El joven se volvió, la miró sonriente y dijo:
-Un lobo no tiene nombre. Y me sentiré pagado si no le cuentas a nadie lo que has visto hoy.
Dicho esto, desapareció entre las sombras del bosque.
Cuando tuvo ánimos para levantarse, Sara liberó a su madre, quien, aunque estaba aterrorizada, se hallaba físicamente ilesa. Rosa, llorando de emoción, abrazó a su hija y le preguntó:
-Pero, ¿qué fue de aquel hombre, del enmascarado?
Sara no sabía mentir, pero tampoco tenía por qué hacerlo.
-Lo mató un lobo.