La Leyenda de María Humala

LA LEYENDA DE MARÍA HUMALA (relato fantástico): Hace algunos años, cuando aún éramos estudiantes universitarios, mi novia, Ana, y yo decidimos tomarnos unas “vacaciones solidarias” lejos de nuestro país. Tras un largo viaje, terminamos en una aldea de los Andes, donde colaboraríamos con el misionero franciscano don Faustino García, que era tío materno de Ana. Con nosotros llegó otra cooperante española, una chica muy simpática llamada Eva Gómez, que, según nos contó ella misma, estudiaba Medicina en la USC

Hace algunos años, cuando aún éramos estudiantes universitarios, mi novia, Ana, y yo decidimos tomarnos unas “vacaciones solidarias” lejos de nuestro país. Tras un largo viaje, terminamos en una aldea de los Andes, donde colaboraríamos con el misionero franciscano don Faustino García, que era tío materno de Ana.

Con nosotros llegó otra cooperante española, una chica muy simpática llamada Eva Gómez, que, según nos contó ella misma, estudiaba Medicina en la USC y colaboraba con una ONG médica de inspiración católica. Ella se ocupaba de atender a los enfermos, mientras que Ana y yo dábamos clases de enseñanza primaria en la pequeña escuela misional. Como, al no estar casados, mi novia y yo no podíamos dormir juntos sin escandalizar a don Faustino, se decidió que los hombres dormiríamos en la casa parroquial, mientras que las chicas lo harían en un viejo almacén, donde se instalaron unos catres para ellas. 

Viajando al Monte con mis compañeros

En el pueblo circulaba una leyenda sobre una mujer llamada María Humala. Esta había sido en su juventud una chica muy guapa, pero una tarde, mientras recogía agua en un río cercano, había sido violada por un desconocido y desde entonces nunca había vuelto a ser la misma. Pronto dejó de hablar con la gente, de vivir bajo techo e incluso de alimentarse normalmente, pues sólo deseaba comer carne cruda y beber sangre fresca. Su rostro y su cuerpo también sufrieron un rápido deterioro, hasta adquirir un aspecto horrible. Finalmente, huyó de la aldea y se fue a vivir al monte, como un animal salvaje.

Los indios, aunque ya llevaban bastante tiempo sin verla, aún le tenían miedo y la consideraban una especie de Drácula femenino. Don Faustino pensaba que aquella mujer existía o había existido realmente, aunque no había llegado a conocerla. Para él, no sería otra cosa que una pobre perturbada, que había perdido la razón a causa del trauma o de alguna enfermedad venérea. Naturalmente, los cooperantes coincidíamos con la apreciación de don Faustino, aunque no se podía negar que en aquel pueblo sucedían esporádicamente hechos bastante misteriosos, que la tradición local solía atribuir a María Humala. Por ejemplo, estaban los animales domésticos que últimamente habían aparecido desangrados en sus corrales.

Sin embargo, don Faustino culpaba de esas muertes a los murciélagos hematófagos, la cual era una hipótesis bastante verosímil, aunque a mí la existencia de tales murciélagos me parecía casi tan inquietante como la de la propia María Humala. Entonces llegó la noche en la que conocí el verdadero significado del miedo. Me hallaba acostado en el dormitorio que compartía con don Faustino, pero, mientras que el buen fraile dormía como un bendito, yo no lograba conciliar el sueño, pensando en los malditos murciélagos. Mi desvelo me permitió oír un sonido lejano, que rompió súbitamente el fúnebre silencio de la noche. Era un ruido algo extraño y me pareció que venía del lugar donde dormían las chicas.

Sintiéndome inquieto por ellas, me levanté de la cama sin despertar a don Faustino, salí al exterior y me dirigí al almacén, con una linterna en la mano. No pude reprimir un estremecimiento cuando vi que la puerta del almacén se hallaba abierta de par en par, pese al frío que hacía. Pero el verdadero susto me lo llevé cuando entré y vi que Ana había desaparecido. Eva sí estaba en su cama, pero no dormida, sino atada y amordazada. Sobre el suelo había una vetusta estantería de madera. Como no podía gritar para pedir auxilio, Eva había tirado aquel viejo mueble de una patada, esperando hacer suficiente ruido para despertar a alguien, como efectivamente había sucedido. Cuando le quité la mordaza, vi que tenía la boca ensangrentada, como si le hubieran partido los labios de un puñetazo, aunque, por lo demás, parecía ilesa. Tras tomar una bocanada de aire, me dijo, con la voz entrecortada por los nervios:

-¡Fue Ana quien me hizo esto! De pronto se levantó de la cama y empezó a caminar hacia la puerta. Le pregunté adónde iba, pero no me respondió. No tenía ninguna expresión y sus ojos brillaban en la oscuridad. En realidad, no parecía ella misma. Pensé que estaba sufriendo un ataque de sonambulismo, así que intenté detenerla, pero entonces me golpeó en la cara, dejándome aturdida. Cuando me recuperé, estaba como me encontraste, atada y amordazada. No sé adónde habrá ido Ana ni por qué se comporta así. ¡Ay, Dios, estoy muy asustada!

Aquello parecía increíble y la única explicación lógica era que Ana se hubiera vuelto loca. Pero, fuera como fuera, debíamos hallarla cuanto antes, pues si se perdía en el monte su vida correría peligro. Salimos con nuestras linternas y, como aquella tarde había llovido, pudimos seguir sus huellas sobre el suelo fangoso. Poco después, la encontramos entre unos arbustos, tumbada boca arriba y aparentemente inconsciente. Vimos, aterrorizados, que tenía el cuello y el pecho completamente teñidos de rojo, a causa de la sangre que manaba de su garganta. Agachada a su lado, en ademán de lamer la sangre, se hallaba el ser más horrendo que había visto en mi vida. Era una vieja esquelética y harapienta, de aspecto tan repulsivo que no parecía un ser vivo, sino una momia inca revivida por algún hechizo diabólico. Aún hoy me estremezco al recordar su rostro amarillento y deforme, su piel apergaminada y, sobre todo, sus ojos refulgentes, en los que parecía arder una vida antinatural y larvaria, más terrorífica que la misma muerte.

Cuando aquella bruja fue consciente de nuestra presencia, nos dedicó una mirada de odio y un grito semejante al rugido de una fiera, que nos dejó paralizados de horror durante unos segundos. Entonces aprovechó nuestra indecisión para levantarse de un salto, con una agilidad impensable en un ser tan decrépito, y huir hacia los matorrales. No sin esfuerzo, conseguí reunir algo de valor y empecé a perseguirla, tras pedirle a Eva que intentara reanimar a Ana. Pero la vieja sabía moverse por el monte mejor que yo y, cuando llegué a los matorrales, ya había tenido tiempo de desaparecer entre las tinieblas de la noche. Sintiéndome indefenso en aquel lugar tenebroso, donde podían estar acechando bestias salvajes o cosas todavía peores, di media vuelta y volví con las chicas. Gracias  a las atenciones de Eva, Ana había dejado de sangrar, aunque seguía inconsciente. 

Bruja en el Bosque

Como Ana había perdido mucha sangre y además mostraba signos de hipotermia, tuvimos que llevarla al hospital de una ciudad cercana, en el no muy fiable todo terreno de don Faustino. El fraile y yo nos quedamos varios días con ella, esperando a que los médicos le dieran el alta, mientras Eva se ocupaba de la misión, con la ayuda de los indios más capacitados. Cuando por fin recobró la conciencia, Ana nos dijo que no recordaba absolutamente nada, salvo el eco fantasmal de una dulce voz femenina, que le mandaba ir a donde no quería ir y hacer lo que no quería hacer. Los médicos no se atrevieron a decir qué animal o criatura podía haberle causado las heridas del cuello, pero lo importante es que estas, una vez curadas y desinfectadas, se desvanecieron más rápidamente de lo normal. Para los indios estaba claro que María Humala, aquella siniestra bruja de los Andes, había manipulado a Ana con un hechizo para poder beber su sangre. Y lo cierto es que ni don Faustino ni yo nos atrevimos a contradecirlos. 

Pero las sorpresas aún no habían terminado. Cuando por fin pudimos volver al pueblo, con Ana ya recuperada, aunque todavía bastante débil, los indios nos comunicaron que Eva había desaparecido sin dejar rastro y que todos sus esfuerzos para encontrarla habían resultado inútiles. En un primer momento, todos nos temimos que hubiera sido asesinada por María Humala, pero entonces empezaron a atormentarme ideas que hasta entonces ni siquiera se me habían ocurrido. Si aquella decrépita bruja había mordido a Ana para vaciarle las venas, ¿entonces por qué no tenía ni una gota de sangre en sus labios?

Pensándolo bien, resultaba improbable que su vieja boca aún tuviera dientes para morder a alguien. ¿Y quién sí tenía aquella noche la boca manchada de sangre… de una sangre que tan bien podía ser suya como de otra persona? ¿Y quién podía introducirse en los sueños de Ana, para darle órdenes telepáticas con una voz mucho más “dulce y femenina” que los salvajes rugidos de la vieja loca María Humala? Nunca más se volvió a saber de Eva. Tanto la USC como la ONG que colaboraba con la misión negaron haber conocido nunca a ninguna Eva Gómez.

           

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