
Me llamo Daniel Rodríguez y trabajaba en el piso 102 de la Torre Norte del World Trade Center. Era una
mañana cualquiera el 11 de septiembre de 2001. El sol brillaba y el cielo estaba despejado, sin dar
indicio del horror que se avecinaba.
A las 8:46 de la mañana, un estruendo ensordecedor sacudió el edificio. Todo se volvió caos en
cuestión de segundos. El suelo vibró bajo mis pies y, a través de la ventana, vi una explosión de fuego
y humo negro ascendiendo desde los pisos inferiores. Los gritos llenaron el aire mientras la alarma
resonaba en todo el edificio.
El miedo se apoderó de mí. Nos dijeron que permaneciéramos en nuestros puestos, pero el humo
empezó a invadir nuestra oficina, haciéndose cada vez más denso y asfixiante. El calor era
insoportable, y la desesperación en los rostros de mis compañeros de trabajo se reflejaba en mis
propios ojos.
Decidí que debía intentar escapar. Junto con un grupo de colegas, nos dirigimos a las escaleras de
emergencia. Cada paso hacia abajo era una batalla contra el pánico y la asfixia. La escalera estaba
abarrotada de personas que, como nosotros, luchaban por sus vidas. El humo negro nos envolvía,
abrasando nuestros pulmones y haciendo cada respiración un suplicio.
A medida que descendíamos, el calor aumentaba, como si estuviéramos siendo arrastrados al
mismísimo infierno. Los gritos de dolor y desesperación eran ensordecedores. Vi a personas
quemadas, su piel derretida y colgando de sus cuerpos, rostros desfigurados por el horror del fuego.
El aire era irrespirable, cargado de cenizas y partículas que laceraban nuestros pulmones con cada inhalación.
Al llegar al piso 92, nos encontramos con una barrera de escombros. La desesperación se transformó
en pánico puro. No había forma de bajar más. La realidad de nuestra situación se hizo evidente:
estábamos atrapados. El calor infernal nos rodeaba, y el humo era tan espeso que apenas podía ver
mis propias manos frente a mí. Sentí el fuego lamiendo las paredes, acercándose cada vez más.
Nos acurrucamos en un rincón, tratando de encontrar una salida que no existía. Las llamadas a
nuestros seres queridos eran desgarradoras, llenas de lágrimas y súplicas desesperadas. Traté de
llamar a mi esposa, pero la señal no funcionaba. Solo quería decirle que la amaba, pero el destino me
negaba incluso esa última palabra.
El edificio temblaba violentamente, y el ruido de los metales retorciéndose y las estructuras
colapsando era ensordecedor. Las paredes comenzaron a agrietarse y el suelo a hundirse. Algunos
de mis compañeros empezaron a desmayarse por la falta de oxígeno. El calor era insoportable, como
si estuviera siendo cocido vivo. Cerré los ojos, sintiendo el fuego acercarse, devorando todo a su paso.
El colapso fue un cataclismo. Un rugido infernal y la sensación de caída libre. El edificio se desplomó
sobre sí mismo, y el mundo se convirtió en oscuridad. Sentí el impacto, el crujido de mis huesos, y
luego nada más. Solo oscuridad y un silencio mortal.