La niña del pantano

El agente del FBI John Martins, especializado en investigar “casos fuera de lo normal”, recibió un mensaje de su prima Laura, quien le pedía que fuera a pasar unos días con ella en su casa de Louisiana. Aunque este mensaje se presentaba como una simple invitación, John leyó entre líneas una petición de ayuda que le resultó inquietante, más aún teniendo en cuenta que hasta entonces Laura nunca se había tomado en serio sus investigaciones. En todo caso, era una buena excusa para pedirles a sus superiores los

El agente del FBI John Martins, especializado en investigar “casos fuera de lo normal”, recibió un mensaje de su prima Laura, quien le pedía que fuera a pasar unos días con ella en su casa de Louisiana. Aunque este mensaje se presentaba como una simple invitación, John leyó entre líneas una petición de ayuda que le resultó inquietante, más aún teniendo en cuenta que hasta entonces Laura nunca se había tomado en serio sus investigaciones. En todo caso, era una buena excusa para pedirles a sus superiores los días libres que le debían desde hacía tiempo. Además, él deseaba ver a su hermosa prima, de la cual había estado muy enamorado en su adolescencia y por quien aún sentía cierta atracción secreta. Laura vivía en una casa de campo, antigua mansión de hacendados algodoneros, situada en una zona pantanosa próxima a la ciudad de Nueva Orleans. Era viuda desde hacía algunos años y vivía con su única hija, Linda, que aún no tenía diez años pero ya prometía una gran belleza. La propiedad de la familia era atendida por varios jornaleros, pero estos no dormían en la casa, donde madre e hija vivían solas desde que Norman, el marido de Laura, falleciera en un accidente de tráfico. Una vez que llegó a la mansión, John fue recibido con cariño por su prima y con alegría por la pequeña Linda, pues, aunque el “tío John” no era un visitante asiduo, siempre sabía hacerle bonitos regalos. Cuando John y Laura no tardaron en quedarse solos, mientras Linda “estrenaba” su nuevo videojuego, y la dueña de la casa aprovechó aquella oportunidad para hacer a su primo partícipe de sus temores. Últimamente varios niños de los pueblos vecinos habían desaparecido en los pantanos, para aparecer posteriormente sin una sola gota de sangre en el cuerpo. La policía estatal sospechaba que algún psicópata extremadamente escurridizo había elegido aquel lugar como campo de operaciones, pero entre los lugareños habían empezado a circular rumores aún más siniestros, demasiado inverosímiles para que las autoridades se los tomaran en serio. Laura no sabía qué pensar, pues, aunque en los últimos tiempos su escepticismo se había atenuado, todavía no se creía capaz de creer en vampiros. Lo único que sabía era que tenía miedo, sobre todo por Linda. John tampoco tenía muy claro qué pensar del asunto y le pidió a Laura que lo guiara al lugar del pantano donde había sido encontrado el último niño. Por supuesto, aquella zona ya había sido registrada por la policía, pero él contaba con hallar alguna pista que los agentes hubieran ignorado o despreciado. El sitio en cuestión era un bosquecillo oscuro y siniestro, situado entre pantanos de aguas pestilentes y a cierta distancia de las casas más próximas. Cuando se vio en medio de aquel bosque, John sintió miedo por primera vez en mucho tiempo. Allí las ramas y las hojas de los árboles impedían que la luz solar llegara al suelo, incluso durante las horas más ardientes de la tarde. Si realmente había vampiros en aquel bosque, podrían actuar tanto de día como de noche. Cuando apenas llevaban unos minutos allí, John y Laura escucharon unos sollozos y gemidos procedentes de la espesura. Inquietos por la extraña presencia de alguien en un lugar tan apartado, fueron a ver quién lloraba y se encontraron con una niña. Era una muchachita realmente hermosa, pero estaba muy pálida y demacrada, como si hubiera sufrido mucho últimamente. Laura se agachó junto a la niña y la tranquilizó con palabras dulces. Cuando dejó de llorar, John le preguntó cómo se llamaba y qué hacía tan lejos de su casa. La niña dijo llamarse Elisa Jameson y ser huérfana. Contó que desde la muerte de sus padres había vivido en una cabaña del pantano con un tío suyo, un hombre brutal que bebía mucho y la maltrataba con frecuencia. Harta de sufrir malos tratos, Elisa había huido de la cabaña, pero luego se había perdido en el bosque, por donde había deambulado sin rumbo durante varias horas, hasta sentirse agotada por el hambre y el cansancio. Tras escuchar su triste historia, Laura se compadeció de ella y la invitó a pasar la noche en su casa (en el cuarto de Linda había una cama vacía). Entonces, como ya se acercaba la noche, John, Laura y Elisa se encaminaron a la mansión. Ya estaban llegando cuando la niña se agachó para recoger cierto objeto pequeño y brillante. Inmediatamente después, se lo entregó a John y le dijo, con mucha educación:

-Disculpe, señor, pero creo que esto es suyo. Vi cómo se le caía del bolsillo.

Con una sonrisa de agradecimiento en la boca, John tomó el objeto, que era su talismán favorito: un dólar de plata acuñado en el siglo XIX que, según una leyenda, había sido encontrado entre los andrajos de Edgar Poe el día de su muerte. En realidad, John lo había dejado caer a propósito, para ver si Elisa se atrevía a tocarlo. A veces los vampiros ofrecen un aspecto muy inocente e incluso desvalido, para engatusar a sus víctimas. Pero si Elisa fuera un vampiro, no habría podido tocar un objeto de plata sin gritar de dolor, así que aquel pequeño experimento la había dejado fuera de toda sospecha.

Llegaron sin más novedad a la casa de Laura y, tras tomar una cena ligera pero sabrosa, todos se dispersaron para dirigirse a sus cuartos. John pensaba revisar unos recortes de prensa sobre los niños asesinados antes de acostarse, pero el cansancio de la caminata y la calidez de la atmósfera lo hicieron caer en un estado de sopor, que no tardó en convertirse en un sueño profundo. Permaneció algún tiempo tendido sobre su cama, hasta que lo despertó una especie de golpeteo en los cristales de su ventana. Primero pensó que se trataba de una rama movida por el viento, pero, cuando pudo pensar con claridad, recordó que aquella noche no soplaba nada de brisa. Impelido por la curiosidad, abrió la ventana para echar un vistazo y entonces un enorme gato negro entró en su cuarto. John era un amante de los gatos, por lo cual no lamentó la intrusión del felino… hasta que este saltó sobre su mesilla de noche e hizo caer al suelo los papeles que había pensado examinar antes de quedarse dormido. De paso que le murmuraba algo poco agradable al gato, John se agachó para recogerlos y entonces sus ojos se posaron por primera vez sobre uno de los titulares. Lo que leyó le causó primero extrañeza y luego terror: los niños asesinados no solo habían sido desangrados por su asesino, sino que, además, este les había cortado las manos y se las había llevado consigo. John salió corriendo del cuarto, olvidándose del gato, y se dirigió a la habitación donde dormían Linda y Elisa. Abrió la puerta de golpe y la luz lunar que se colaba entre las cortinas le mostró una escena terrorífica: la criatura que decía llamarse Elisa se hallaba sobre la cama de Linda, que parecía completamente dormida (o quizás desmayada), y había posado sus labios sobre el blanco cuello de la niña, para sorber su sangre con perversa avidez. Cuando fue consciente de la presencia de John, Elisa (seguiremos llamándola así), lo recibió con un gruñido de rabia, más animal que humano, y sus ojos, que brillaban como el fuego, lo miraron con odio. Pero John conservó la sangre fría y encendió el interruptor de la luz eléctrica, cegando así al vampiro. Luego agarró un viejo candelabro de plata que había sobre la mesilla de noche y golpeó con él la cabeza de la niña-vampiro, la cual empezó a emitir unos gritos de dolor y rabia que nada tenían de humanos. Poco después, Elisa cayó al suelo muerta y su cuerpo infantil se marchitó rápidamente, hasta convertirse en una momia de tez lívida y arrugada. Solo la piel de sus manos conservó el color blanco, pero ello tenía una macabra explicación: aquella piel no era suya. Con las pieles arrancadas de las manos de sus víctimas se había hecho unos guantes transparentes que le habían permitido agarrar una moneda de plata sin sentir dolor.

Entre unas cosas y otras, John no pudo volver a su habitación hasta bien entrada la madrugada. Cuando entró en el cuarto, el gato negro ya no estaba allí, pero alguien había dejado sobre su cama un papel, donde podían leerse unas pocas líneas, escritas con una caligrafía elegante y anticuada: “Estimado Mr. Martins: le agradezco sinceramente que haya exterminado a una de mis más antiguas y enconadas rivales, la princesa Elisa Marianne Von Teufelstein, cuya enemistad conmigo se remonta a tiempos muy lejanos. En verdad, me ha hecho usted un hermoso regalo de cumpleaños y por ello HOY no pienso causarle ningún daño. Reciba la sincera gratitud de Drácula, señor de los vampiros”.

 

¿Te gusto? Te recomendamos...