La Maldición de los Wakefield

John Martins, agente del FBI especializado en la investigación de casos “fuera de lo normal”, recibió la orden de viajar al estado de Maine, donde varios miembros de la familia Wakefield habían sido asesinados en extrañas circunstancias. Aparentemente, aquella serie de crímenes había comenzado varios días atrás, con la misteriosa desaparición del doctor James Wakefield en los bosques canadienses, adonde había ido de excursión con unos amigos (que también habían sido asesinados). Tras tantos crímenes, solo s

John Martins, agente del FBI especializado en la investigación de casos “fuera de lo normal”, recibió la orden de viajar al estado de Maine, donde varios miembros de la familia Wakefield habían sido asesinados en extrañas circunstancias. Aparentemente, aquella serie de crímenes había comenzado varios días atrás, con la misteriosa desaparición del doctor James Wakefield en los bosques canadienses, adonde había ido de excursión con unos amigos (que también habían sido asesinados). Tras tantos crímenes, solo seguían vivas dos personas emparentadas con el doctor Wakefield: su esposa y su hija de seis años, llamadas respectivamente Helen y Mary. Ambas se hallaban recluidas en su casa de campo, protegidas por el sheriff del condado y por la policía estatal.

Cuando llegó a la casa, el agente Martins recibió el efusivo saludo de un enorme mastín, que se abalanzó sobre él con tanto ímpetu que estuvo a punto de derribarlo. Helen Wakefield llegó a tiempo de evitar males mayores y regañó al perro, que se apartó del agente y volvió a su caseta, avergonzado por la bronca que le había echado su dueña. Esta le pidió disculpas a Martins y le dijo:

-Espero que no se haya enfadado con el pobre Wolf, agente. Lleva poco tiempo con nosotros y aún no hemos tenido tiempo de educarlo.

Aunque aún estaba pálido a causa del susto, Martins sonrió y le dijo a la señora Wakefield:

-Supongo que solo quería jugar. ¿Le gustan los animales?

-Solo un poco. Pero mi hija deseaba tener un perro y mi marido nunca había querido comprarle uno. James les tenía un verdadero odio a los perros, porque uno le hizo daño cuando era pequeño.

Tras esta breve conversación, Martins siguió a la dueña de la casa, que le mostró primero el jardín y luego el interior del edificio. La pequeña Mary aún no había vuelto del colegio y por el momento todo parecía tranquilo. Tras enseñarle la casa al agente Martins, Helen subió a su coche y se fue al pueblo para recoger a su hija, escoltada por un vehículo de la policía estatal. Martins aprovechó su ausencia para intercambiar impresiones con el sheriff, que a la sazón también se encontraba en la casa. Había cosas demasiado extrañas para decírselas a la señora Wakefield o a su hija, pero a un agente de la ley no debía guardársele ningún secreto, por terrible que fuera:

-Las cosas ya han llegado demasiado lejos y, aunque le digamos a la señora Wakefield que estamos buscando a un asesino ordinario, ambos sabemos que no es así, ¿verdad, sheriff Montgomery?

-En efecto, agente. Admito que, cuando me comunicaron sus teorías por primera vez, pensé que usted estaba… bueno, ya me entiende…

-No se preocupe, estoy acostumbrado a que me tomen por loco. Y ahora pasemos a asuntos más prácticos. Sabemos que el asesino es el propio doctor James Wakefield, quien fue mordido por un licántropo en los bosques canadienses y sobrevivió solo para convertirse en una máquina de matar. Sin embargo, sus crímenes no son totalmente caprichosos: esos monstruos sufren una terrible maldición, que los empuja a destruir a las personas que más amaban cuando aún eran humanos. Por tanto, el doctor Wakefield vendrá por su mujer y por su hija antes o después. ¿Ha seguido mi consejo de cargar su pistola con balas de plata?

-En efecto. Y usted ¿ha traído algo de ese metal?

El agente Martins extrajo de su bolsillo una vieja moneda de plata y dijo:

-Para mí es como un talismán. Se trata de un dólar de plata del siglo XIX y, según una leyenda, fue la única moneda que se encontró entre los andrajos de Edgar Allan Poe cuando apareció moribundo en Baltimore.

-Pues, si eso es cierto, no creo que su talismán atraiga la buena suerte. Tengo entendido que el señor Poe fue bastante desdichado.

-Ya lo sé, pero, de todas formas, me ayuda a no olvidar algo muy importante: que, frente a un misterio, siempre debemos pensar en “la otra cara de la moneda”.

Entonces llegó la señora Wakefield con su hija y Martins optó por cambiar de tema, para no alarmar a su anfitriona.

Pronto anocheció y Wolf, el perro de la casa, se puso tan nervioso que fue necesario atarlo a su caseta para que no se escapara al bosque. Helen Wakefield y su hija se encerraron en el cuarto de esta última, mientras Martins y Montgomery vigilaban los alrededores.

Durante varias horas, no sucedió nada, aunque el perro parecía cada vez más excitado y no dejaba de ladrar. Aparentemente, el fino olfato del mastín había captado la presencia de un merodeador, que tan bien podía ser un simple animal del bosque como algo mucho más siniestro. Siguiendo el consejo de Martins, Montgomery sacó su pistola y se preparó para disparar.

Entonces el licántropo surgió rápidamente de las tinieblas, pero, en vez de lanzar un ataque directo, arrancó una farola de la calle, que empleó como maza para derribar a Martins y a Montgomery antes de que estos pudieran disparar. Luego se arrojó sobre la puerta principal y empezó a golpearla con sus zarpas. Dentro de la casa, Helen Wakefield intentaba tranquilizar a Mary, que sollozaba aterrorizada por los bramidos del monstruo. El miedo de la pequeña no era injustificado, pues la puerta, aunque era muy sólida, no podría resistir mucho tiempo las acometidas del monstruo en el que se había convertido su padre.

Cuando consiguió levantarse, el sheriff le preguntó a Martins, con la voz entrecortada:

-¿Qué podemos hacer contra esa bestia? Mi pistola se ha caído al estanque y ha quedado inutilizada.

-Yo también he perdido la mía.

-¿Y entonces… cómo podremos matarlo?

Martins no respondió, concentrado en sus pensamientos. Su costumbre de pensar en “la otra cara de la moneda” le había sugerido una idea que, en otras circunstancias menos dramáticas, quizás le habría parecido absurda. Tras un instante de duda, empezó a correr hacia la caseta de Wolf, desató al perro y le abrió la puerta. Nada más verse libre, el mastín salió corriendo hacia el lugar donde su olfato le indicaba la presencia del hombre lobo y se abalanzó sobre él con furia incontenible. El sheriff pensó que el perro sería despedazado en cuestión de segundos, pero, sorprendentemente, consiguió saltar sobre su adversario y clavarle los dientes en el pescuezo. Cuando los colmillos del mastín traspasaron su piel, el licántropo se estremeció de dolor y bramó enfurecido. Pese a que el cuerpo del perro se hallaba expuesto a las terribles garras del monstruo, este ni siquiera intentó contraatacar, sino que se limitó a agitarse con todas sus fuerzas, sin conseguir desembarazarse de su nuevo adversario. Wolf resistió las sacudidas con admirable tenacidad y no soltó su presa.

Aprovechando que el licántropo había bajado la guardia, Martins, con envidiable valor, se acercó a él rápidamente y le clavó en la espalda un puñal de plata (arma bastante eficaz contra un licántropo… cuando alguien tiene suficiente valor para acercarse a él). El monstruo rugió como un león herido y derribó a Martins mediante un zarpazo brutal, que lo envió al otro lado del jardín y lo dejó inconsciente durante varios minutos. Pero, inmediatamente después, el hombre lobo se tambaleó y se desplomó sobre el césped.

Cuando el sheriff acudió a socorrer a Martins, el licántropo ya estaba muerto y Wolf, que había salido de la refriega prácticamente ileso, celebró su victoria con un largo aullido.

Cuando Martins recobró la conciencia, el sheriff le preguntó:

-¿Cómo sabía usted que un simple perro podría detener al licántropo?

-No lo sabía, pero era una posibilidad. Ya le he dicho que, cuando las cosas se ponen feas, hay que pensar en la otra cara de la moneda. Si la maldición del hombre lobo lo obliga a matar a sus seres queridos, también le impide destruir aquello que más aborrece (supongo que por eso los licántropos no pueden suicidarse, por mucho que se odien a sí mismos). Fue una suerte que la señora Wakefield me dijera que su marido siempre les había tenido fobia a los perros. Y, aparentemente, la licantropía no pudo curar su fobia. Así que, al menos en esta ocasión, mi moneda de la suerte ha cumplido su misión.

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