
Aun ahora sólo puedo pensar en ti. Y sobre todo sentir tu ausencia. Es un vacío en mi corazón. Una noche sin Luna ni esperanza de aurora. Una tumba de agua fría y oscura en las profundidades de un mar helado. Un camino que no lleva a ninguna parte... Supongo que debería recordar especialmente la última vez que te vi. Pero recuerdo aún más la última vez que esperé por ti. Entonces ya no estabas conmigo. Yo te llamé y te pedí que fueras a mi casa. Quería enseñarte el último cuadro que había pintado. El cuadro era real… pero existía exclusivamente por ti y para ti, lo había pintado únicamente para que tú lo vieras, y sobre todo para que yo pudiera verte por última vez. No me prometiste nada. Me dijiste que estabas muy ocupada, pero que pasarías por mi casa si lograbas encontrar un hueco. Yo esperé por ti durante toda aquella tarde de lluvia helada. No viniste ni me enviaste ningún mensaje. Realmente, no tenías por qué hacer ni una cosa ni otra. Llamarte para pedirte explicaciones hubiera sido una grosería imperdonable. Ya era de noche cuando comprendí que no vendrías. Tenía que comprar algo para la cena y faltaba poco para que cerrara el supermercado de la esquina. Salí. El trayecto era tan corto que ni me molesté en ponerme un abrigo, aunque hacía bastante frío. Además, eso apenas me importaba. Sólo podía pensar en ti. No pensaba, desde luego, en el color del único semáforo que había entre mi casa y el súper. No podría decir de qué color era aquel maldito coche... Sí recuerdo el dolor, la oscuridad y el sabor de la nada.
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Mi despertar fue lento y doloroso. Duró días enteros, quizás. Por lo demás, no me reportó ningún alivio, ninguna luz, ni siquiera la holgura necesaria para poder mover libremente mis miembros helados. En un éxtasis de terror comprendí que me había sido adjudicado el más cruel de los destinos humanos: ¡el entierro prematuro! Fue el único momento en el que el miedo me impidió pensar en ti.
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No recuerdo cómo conseguí huir del cementerio. Estoy seguro de que las circunstancias de mi huida fueron tan atroces que hube de relegarlas al olvido para conservar algo parecido a la cordura. Sólo recuerdo que era de noche y que yo vagaba, solo y confuso, por unas calles vacías y mal iluminadas que no podía reconocer. Quizás sentía frío, pero eso tampoco lo recuerdo. Alguna vez cayó un aguacero, pero la lluvia apenas me molestó. Una vez más, solo podía pensar en ti, tu ausencia era lo único que me dolía... Llegó el alba. Era una mañana fría y gris de otoño, más triste que la misma noche. Se apagaron las farolas. Vi algún coche lejano, pero ningún transeúnte. Por fin encontré con una tienda de ropa que ya había abierto sus puertas. A través del escaparate vi cómo una solitaria vendedora, con los ojos aún llenos de sueño, encendía las luces y se sentaba, a la espera de algún improbable cliente madrugador. Recuerdo que era una chica muy joven, de cabello rubio y bastante guapa. Pero ni su cara ni el nombre del establecimiento me decían nada. Aun así, yo necesitaba entrar, hablar con ella, pedirle que me dejara usar el teléfono y, sobre todo, escuchar una voz humana que me confirmara mi retorno al mundo de los vivos, aunque ello sólo supusiera para mí una nueva forma de soledad, tan implacable como la de la tumba. Entré, intenté decir algo... ella oyó mis pasos y me miró con sus pupilas somnolientas. Entonces una palidez mortal destiñó sus mejillas, sus labios emitieron un gemido de terror y salió corriendo de la tienda, empujándome y dando gritos como una loca. Me quedé atónito. Sin duda mi aspecto no podía ser muy agradable, dadas las circunstancias, pero no podía creer que hubiera sido yo la causa de su terror. Entonces miré hacia un lado y vi aquello, la pesadilla que había asustado a aquella pobre chica. Era una abominación terrorífica y, sobre todo, repulsiva, un montón de podredumbre semilíquida escupida por alguna cripta infernal. Ropas andrajosas colgaban sobre un cuerpo aún más deteriorado. Sobre un cuello descarnado se balanceaba un cráneo sin otros trazos que los de la muerte. Una faz sin ojos ni párpados, dos pozos negros donde debería estar la nariz, unos pocos dientes podridos en una boca carente de labios, una piel lívida, teñida de podredumbre leprosa, salpicada de heridas supurantes, a través de las cuales era posible ver unos huesos amarillentos y carcomidos… ¡la misma imagen de la Muerte! Y aquella cosa estaba a mi lado. Sólo tendría que extender un poco mi brazo para tocarla. E, inexplicablemente, decidí enfrentarme a aquella cosa, en vez de huir como había hecho la chica. Vi que la diestra esquelética del monstruo se acercaba a mi mano izquierda, de forma lenta y vacilante, pero con la clara intención de agarrarme el brazo, de paralizar mis movimientos antes de que consiguiera ponerme fuera de su alcance. No fui capaz de alejarme a tiempo y nuestras manos entraron en contacto. Fue entonces cuando llegó lo peor. Yo estaba mentalizado para sentir cómo un tacto viscoso y repulsivo hería mis nervios, pero no esperaba lo que pasó realmente. No, cuando toqué la zarpa obscena que me amenazaba no sentí cómo mis dedos se hundían en su podredumbre, ni como sus garras se clavaban en mi piel. Sentí únicamente el contacto de una lisa, fría e implacable superficie de cristal pulido.
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Nada más natural que la presencia de un espejo grande en una tienda de ropa. ¡Si al menos hubieran sido tus ojos los que me hubieran reflejado por última vez!
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NOTA: El documento anterior fue encontrado sobre el mostrador de una tienda de ropa por dos agentes de la Policía Nacional, que entraron en dicho establecimiento alertados por las incoherentes explicaciones de una estremecida empleada. Nadie ha podido identificar hasta ahora la mano que pudo escribirlo, como tampoco se pudo identificar al cadáver, en avanzado estado de descomposición, que yacía sobre el suelo de la tienda, aunque sí se sabe a ciencia cierta que este pertenecía a un hombre adulto. A falta de una explicación mejor, la Policía piensa que todo esto no fue sino una broma macabra, hábilmente planificada por algún desconocido poco escrupuloso y aficionado a la profanación de tumbas. Con todo, esta teoría difícilmente explicará el hecho de que los forenses hallaran restos recientes de lágrimas sobre las descarnadas mejillas del cadáver.